La autoexigencia

La autoexigencia no es una actitud sana y, en muchas ocasiones, puede volverse completamente patológica. Una exigencia moderada y equilibrada de uno mismo, para mejorar y desarrollar la voluntad y el rendimiento, es una actitud constructiva y laudable, pero una actitud de autoexigencia desmesurada y una autocrítica exacerbada provocan mucho dolor y confusión en la persona y la conducen a continuas crisis, autocuestionamientos implacables y, por fin, desaliento y hasta desesperación.

La persona desmedidamente autoexigente no se asume ni se acepta y, de hecho, puede llegar a detestarse y rechazarse por sistema, porque se gusta tan poco a sí misma que querría dejar de ser ella misma; curiosamente, este tipo de personas también pueden ser muy narcisistas y de ahí su desazón y desfallecimiento cuando comprueban que no logran estar a la altura de sus patrones idealizados sobre sí mismas y que, como todo el mundo, cometen errores y se equivocan o fracasan en alguna actividad. La paradoja es que a menudo se autoexigen en aquello que no deberían hacer y, por el contrario, no son nada exigentes con lo que sí deberían tratar de reconocer y modificar en sí mismas. Vemos, pues, cómo la autoexigencia actúa como un error básico de la mente, e induce al individuo a poner el énfasis en reprocharse a sí mismo aspectos que no merecen el reproche y a no ver en sí mismos otros aspectos reprochables.

Hay, debido a esa actitud de autoexigencia, una distorsión del propio conocimiento; pero es innegable que la persona se siente muy desdichada, o desfallecida e incluso psíquicamente descorazonada o hundida, al comprobar que no logra elevarse a la altura de sus ideales egocéntricos y cuando constata que sus pensamientos, palabras y obras no encajan en el “guion” que ha idealizado y que no ha conseguido seguir tan fielmente como sus tendencias de autoexigencia le habían impuesto. Al no asumir su yo ordinario, y precisamente porque éste se encuentra muy inmaduro o dividido y la persona está muy menoscabada en su autoevaluación, necesita establecerse en un yo idealizado, pero cuando no es posible desplazarse (sea en pensamientos, palabras, obras o comportamientos) del yo ordinario al yo idealizado, la persona se torna muy acre consigo misma, se reprocha su impotencia o necedad y entra en estados psíquicos que la atormentan, lo que también es un modo subconsciente de autocastigarse, pues en la persona muy exigente operan en grado sumo, aunque de forma subliminal, los sentimientos de culpa.

Estas personas no aceptan sus debilidades, sus errores o su propio ser, y corren el riesgo de entrar en conflicto con su cuerpo, sus capacidades, sus reacciones y su mente, como si fueran todos esos elementos enemigos a los que hay que someter y que pueden llegar a inspirar mucha aversión. En la senda de la autorrealización, empero, es necesario tratar de verse uno tal cual es, desenmascarándose ante uno mismo, y aceptando conscientemente el lado oscuro de nosotros mismos para, desde ahí, sin resignación fatalista, pero sin autoexigencias narcisistas, comenzar, con paciencia y sin desesperar, a poner los medios para mejorarse interiormente y armonizar la relación con los demás, con nosotros mismos y con nuestro entorno. A menudo sucede que la persona demasiado autoexigente, como no logra estar a la altura del “escenario” idealizado, se descorazona y puede entrar en estados de abulia, dejadez o apatía.

Tanto en la vida cotidiana como en la búsqueda interior, se requiere la aplicación de un esfuerzo bien medido y una actitud equilibrada con respecto a las propias posibilidades, apartándose tanto de la autoexigencia narcisista como de la autocomplacencia. La autoexigencia puede llevar a estados mentales de gran confusión, porque la persona es víctima de su material inconsciente que la impulsa, como si se tratara de un caballo desbocado, a llegar a la meta idealizada. La persona puede entonces perder toda su perspicacia y, justo por ese afán autoexigente que es rayano en el de la autoperfección, entendida a su modo (pero también distorsionada), cometer toda suerte de imperfecciones y errores, porque en muchas ocasiones procederá compulsivamente y movida por los hilos invisibles, pero muy poderosos, de su inconsciente, de sus creencias irracionales. Su confusión mental le puede llevar a descarriar los verdaderos intereses vitales y a poner el acento en banalidades que pueden obsesionarle. Hay, pues, una notable distorsión de cognición y, por tanto, el proceder puede resultar impropio o inadecuado. Puede surgir una fricción psíquica muy marcada entre lo que la persona es y lo que quiere ser y, entonces, todas las energías se ponen en una meta o logro que en realidad no es alcanzable, porque es un espejismo ácido de la idealización.

Esta actitud también hay que evitarla en la búsqueda espiritual y en la práctica de la meditación, y la persona debe trabajar pacientemente a favor de su propio mejoramiento pero sin expectativas triunfalistas ni patrones ideales, ya que de otro modo se crea mucha ansiedad y se retardan los resultados. El esfuerzo correcto y ecuánimemente aplicado es el esencial en toda actividad humana llevada a cabo y debe ir asociado a la visión clara, la paciencia, la constancia y el ánimo renovado. “Vamos a ir aunque no lleguemos” y, como dijera Milarepa, “apresurémonos lentamente”. Incluso cuando hay que aplicar un esfuerzo más denodado, porque las circunstancias lo requieran, no hay que hacerlo desde la autoexigencia narcisista ni desde la compulsión, sino desde la lucidez mental y la aceptación consciente. La superación de obstáculos en el exterior y en la propia senda interior requiere voluntad sostenida, esfuerzo consciente y motivación, pero no hay que incurrir en falaces idealizaciones del yo que crean neuróticos conflictos y le hacen vivir a la persona de espaldas a sí misma y muchas veces incluso odiándose y de continuo subestimándose.

Las autoexigencias vienen dadas en muchos individuos por conductas muy represivas de las figuras parentales en la niñez o porque el niño ha sido menospreciado y socavado en su autovaloración, habiéndose así sentido despreciado y sintiéndose fracasado en los esfuerzos por estar a la altura de las exigencias, también idealizadas, de los padres. Esos niños pueden emprender, una vez adultos, una carrera desmesurada y siempre dolorosa, para restituir su imagen ante las figuras paternas, tratando de demostrar y demostrarse que no es un fracasado e inservible, pero en ese intento paga un tributo muy alto psicológicamente hablando y hay detrás mucho sufrimiento y angustia. Hay personas muy autoexigentes que siempre necesitan demostrar y demostrarse algo, aunque ni siquiera saben qué, y su ego permanece a flor de piel siendo así muy fácilmente vulnerable. En el ejercicio mental y el cultivo de la conciencia se requiere verse a uno mismo como es y bregar con las propias posibilidades y capacidades y no con las idealizadas y de hecho inexistentes.. Para resolver el problema que hay en uno mismo y esclarecer el lado oscuro de uno, se requiere la actitud del sabio agricultor que va poniendo inteligentemente las condiciones para la siembra, sabiendo que de nada le sirve obsesionarse con lo que hace o con los resultados.

La persona autoexigente en extremo debe practicar la humildad y el autoconocimiento. Mediante el autoconocimiento la persona debe ir conociendo sus posibilidades. El progreso es gradual y está sometido a toda suerte de vicisitudes. No se puede uno ver correctamente a sí mismo ni a través de la autoexigencia ni de la autocomplacencia, que es el otro extremo del continuo  Hay que saber irse modificando con el apoyo de la comprensión clara y no de un modo represivo que mutile las mejores energías o genere aversión contra uno mismo. Aquello que en nosotros no nos gusta, o llega a disgustarnos profundamente, hay que saber reorientarlo y por fin, conquistarlo no mediante la represión, sino con el claro discernimiento de que debe ser suprimido, y tampoco según modelos idealizados o patrones que, en la mayoría de las veces, ni siquiera son nuestros, sino que hemos asumido tomándolos de otras figuras o de clichés socioculturales, lo que en psicología llamamos las Creencias. En la persona muy autoexigente se crea una escisión muy dolorosa, porque se entabla un feroz combate entre un aspecto de su ego y otro, y ninguno quiere ceder.

Uno tiene que irse conociendo bien para poder descubrir y pulsar qué dosis de autoexigencia son las saludables y cuales son ya insanas o neuróticas. Este autoexamen, libre de juicios y prejuicios, irá ayudándonos a descubrir cómo muchas veces nuestras exigencias no son más que mecanismos psíquicos que enmarcan otras realidades anímicas en nosotros o tendencias neuróticas que enraízan en profundos condicionamientos psíquicos. Seremos así capaces de descubrir, incluso con gran asombro, cómo por un error de óptica nos exigimos mucho en lo que no tiene razón de ser y quizá estamos siendo excesivamente permisivos con nosotros mismos en mezquindades o ruindades que sí deberíamos tratar de corregir.

No pasemos por alto que, en psicología, a menudo lo que parece ser es lo que no es y hay que indagar tras el escenario de lo aparente, para llegar a ese núcleo caótico y confuso que configura nuestro inconsciente y del que surgen tantos errores básicos y tantos condicionamientos que frustran nuestro proceso de madurez y nuestra evolución consciente. En la búsqueda interior descubriremos que la peor atadura es nuestra propia mente ofuscada.

Pero en la medida en que seguimos con alguna constancia el triple entrenamiento de la conciencia, de concentración mental y de sabiduría, iremos obteniendo una claridad mental que nos ayudará a ir viendo con constructiva precisión dentro y fuera de nosotros.